13 de marzo de 2010
"Cautivos en la España democrática"
"Los que hoy se niegan a condenar los crímenes del franquismo están a favor de los que ayer apretaron los gatillos”. Esta frase se me quedó grabada, hace años, en el cementerio de Daimiel, un pueblo de Ciudad Real, mientras se homenajeaba a los combatientes republicanos fusilados por la dictadura. La sentencia, valiente y justa, salía de los apretados labios del que hoy es un parlamentario europeo por el PSOE. Quién me iba a decir entonces que, 30 años después, esa sentencia tendría aún vigencia.
España no fue liberada por las tropas aliadas de la dictadura militar nacional-católica, tras la Segunda Guerra Mundial. Las potencias europeas y EEUU, ante el temor de una España progresista, vanguardia en la transformación social y cultural, miraron hacia otro lado, abandonando al pueblo español a su suerte. Esta vergonzosa actitud permitió la pervivencia del franquismo, casi 40 años de represión, mentiras y miedo, que ha desembocado en actitudes –no precisamente minoritarias– que, todavía hoy, en 2010, justifican desde diferentes tribunas el cruel levantamiento militar contra el Gobierno de la República de 1931. Estas ideas siguen grabadas a golpe de fuego y crucifijo en muchos españoles, dirigentes políticos de la derecha incluidos y, lo que es más grave, están presentes, como vemos, en una parte de la judicatura. El silencio cómplice de la Transición sobre estos asuntos, con su manto de interesado olvido, ha favorecido (y alimentado) estas actitudes antidemocráticas.
No pido venganza: reclamo dignidad. Estoy entre quienes desean que se haga justicia, aflore la verdad y se repare, hasta donde sea posible, a las víctimas del franquismo. Es imposible construir una España democrática con estos lastres en la memoria de varias generaciones. Es vergonzoso que sigamos, a estas alturas de la evolución democrática, discutiendo estos asuntos. Si no fuera trágico, sería ridículo. Somos hijos de la República, de su generosidad y esfuerzo, y renegamos de la herencia que el franquismo ha dejado en la mentalidad (sumisa e interesada) de muchos.
No se trata hoy de encausar y encarcelar a los autores intelectuales del levantamiento militar ni a quienes lo apoyaron con armas y capitales. Tampoco a quienes juzgaron, encarcelaron y asesinaron a miles de personas. Lejos de mi intención cargar las tintas democráticas contra los ejecutores materiales, ya que muchos actuaron por obediencia debida o, por mejor decir, “por temor impuesto”.
No se trata de abrir la caja de la revancha, ya que no hay posible reinserción penitenciaria para los culpables ni pena de muerte posible. Los verdugos han fallecido y, aunque no fuera así, les ampararía nuestro texto constitucional y la opinión de quienes estamos en contra de la pena de muerte. Defender la memoria de los republicanos debería ser una obligación de los poderes públicos. No se puede levantar un país sobre los huesos olvidados de sus muertos. Y máxime cuando fueron asesinados por defender la legalidad democrática.
Los herederos de los golpistas y quienes con ellos se identifican no quieren que se analice el pasado, ni mucho menos que se siente en el banquillo esa parte negra de su historia: sus rincones oscuros. Sin embargo, una democracia no puede crecer manchada de sangre. Los franquistas descansan en los cementerios. Los vencidos siguen enterrados en las cunetas. “¿Por qué tenéis a mi abuelo enterrado en una cuneta?” es la pregunta popular que refleja la deuda que esta sociedad tiene con su pasado.
Los rebeldes, santificados por la Iglesia católica, crearon tribunales que condenaron a los que defendieron la democracia republicana. Miles de penas de muerte por el mismo delito que los franquistas cometieron: adhesión a la rebelión. Esta gran falacia sólo puede ser equiparada a la invasión militar de un país por tener armas de destrucción masiva, que luego resultaron inexistentes. Los argumentos de la derecha reaccionaria y de la Iglesia católica se repiten, como una farsa, a lo largo de la historia.
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