Sabido es que el Ministerio de Fomento ha tomado la delicada decisión
de cerrar medio centenar de líneas de tren. Según la versión oficial de
los hechos, semejante decisión responde a un criterio de estricta
rentabilidad. La explicación suena a algo bien conocido: se deja de
invertir durante años en las líneas en cuestión, se permite que el
servicio se deteriore y, al cabo, el cierre se presenta como insorteable.
Pena es que, de la mano de una primera y palmaria contradicción, el
mentado criterio de la rentabilidad sólo se aplique, sin embargo, a
determinados servicios ferroviarios. Porque nadie ha conseguido
demostrar que la alta velocidad, tan idolatrada por nuestros
gobernantes, es rentable. En estos días más de uno ha recordado que
veinte años atrás se manejó repetidas veces la idea de que la
amortización de la inversión que había reclamado, dos décadas atrás, el
AVE Madrid-Sevilla se iba a tomar nada menos que cien años. Y se ha
subrayado también que las nuevas líneas de alta velocidad habrán de ser,
por fuerza, aún menos rentables que las actuales. Para cerrar el
círculo, obligados estamos a certificar que lo que se va a ahorrar de la
mano del cierre de cuatro docenas de líneas de ferrocarril es una parte
minúscula de lo que se sigue invirtiendo en el AVE.
Por si poco fuera lo anterior, y esto es acaso más importante, en la
decisión de nuestros gobernantes se adivina una nula perspectiva de
futuro: en un escenario planetario en el que se antoja inevitable el
encarecimiento de la mayoría de las materias primas energéticas que
empleamos lo suyo sería –parece– pujar con claridad por el tren. El
objetivo no sería, entonces, abstenerse de cerrar líneas sino, antes
bien, ampliar el trazado de la red ferroviaria. Y no sólo en lo que hace
a pasajeros: también en lo que se refiere a mercancías, toda vez que
–dicho sea de paso– el AVE es de nuevo, en este terreno, una ruina.
Claro es que actuar de esta manera implicaría primar el bien público y
hacer otro tanto con los derechos de las generaciones venideras,
prioridades que con toda evidencia no están en el guión, aberrantemente
cortoplacista, de quienes toman decisiones como las que en estos días
nos ocupan. La apuesta del Gobierno español, a través del cierre de
líneas o de su sustitución por el transporte en autobús –que sin duda es
una opción provisional que en muchas casos abrirá el paso a la
clausura, sin más, de los trayectos afectados–, apunta a una final
privatización, franca o encubierta.
La conclusión parece, en fin, servida: el proyecto ferroviario que
abraza el actual gobierno español acarrea una apuesta desmesurada en
provecho de trenes que deben beneficiar en exclusiva a las capas
aposentadas de la población –quién puede pagar un billete de AVE–, por
un lado, y a los habitantes de las grandes ciudades, por el otro.
Mientras las posibilidades de transporte al alcance de la mayoría se
degradan, la desertización ferroviaria es objeto de una nueva vuelta de
tuerca. El efecto mayor no es sino una plena disolución del concepto de
servicio público acompañada del despliegue de sangrantes
discriminaciones. ¿Cuánto tiempo tardaremos en percatarnos de las
secuelas, indelebles, de tanta locura?
Carlos Taibo
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